Un caballo te resopla al oído mientras el mercader delante de ti, sentado sobre su carro, da un tirón a las riendas y se para a las puertas de la villa. Los guardias se acercan y le preguntan con desgana sobre sus mercancías, con el tono aburrido de quien tiene que hacer la misma pregunta y escuchar las mismas respuestas cuatrocientas veces al día. Después, levantan la pesada lona y echan un vistazo rápido. Una vez satisfechos, le hacen una señal con la mano para que avance y, con un «chk-chk», los caballos vuelven a ponerse en marcha. Las ruedas reforzadas con hierro traquetean sobre los adoquines mientras el carro serpentea por los callejones y se pierde de vista.
Te acercas a la puerta y uno de los guardias te pregunta también qué te trae por el lugar. Tu respuesta no parece sorprenderle lo más mínimo y parece ser lo sufi cientemente convincente como para dejarte pasar. A medida que te adentras en la villa, el sol naciente proyecta sus rayos amarillos y rosados en el suelo. Respiras hondo por la nariz. Sonríes. Después de un corto paseo, reconoces al mercader que viste en la puerta y ves su carro aparcado en un rincón de la plaza principal.
Parece que ha dejado los caballos en el establo y el comerciante se afana ahora bajo la lona, recuperando el contenido de su puesto. Poco tiempo después, alza los postes, cuelga los letreros y carteles y coloca las mesas para exponer sus productos de la forma más elegante posible.
Cuando la luz del sol inunda la villa, el lugar parece transformarse. La plaza, por lo general una mezcla de adoquines y tierra, está ahora envuelta en telas y llena de coloridos puestos. En los letreros se pueden leer las diversas mercancías a la venta, personas de todo tipo empiezan a deambular por entre los puestos y las tabernas no tardan en llenarse. El dinero fluye, las risas resuenan y empieza la música. Las calles están llenas de decoraciones y los niños corren por las avenidas, riendo y jugando. Te ríes por lo bajo cuando dos de ellos se chocan contra tus piernas en plena carrera y te piden rápidamente perdón con risitas nerviosas. Sacudes la cabeza con una sonrisa y compruebas que tu dinero sigue en su sitio. Eso te recuerda que necesitabas comprar algunas cosas, así que te diriges a uno de los puestos mientras el día de mercado despliega todo su encanto a tu alrededor.
A veces, las villas son oasis de comercio idílicos y coloridos, como la descrita en la página anterior, pero en otros casos la actividad comercial es una tapaderapara actividades criminales. El tamaño de una villa varía: algunas son apenas más grandes que un pueblo y otras prácticamente del tamaño de una ciudad grande, con una cultura fl oreciente y elementos ceremoniales. Este tipo de villas viven por y para sus días de mercado. En un día de mercado, el lugar se convierte en un epicentro de actividad. Gente de millas a la redonda se acerca para comprar lo que necesita y vender lo que puede para mantener a su familia (o quizás para pagar la deuda que tiene en la taberna).
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